La educación virtual como ruta de escape
Es cierto que en muchos de los países latinoamericanos se
experimentan diversos proceso de reforma en lo que el énfasis se encuentra,
según el discurso oficial, en la calidad educativa. Se esgrimen cientos, en
ocasiones hasta miles de razones; nuestros países han sido materia de estudio
por diversos organismos internacionales y miles de grupos de investigadores de
alto rigor y todos han concluido lo mismo: se requieren cambios profundos en la
escuela.
La escuela, cada día más, responde a una serie de demandas
sociales, va desde formar a niños y
jóvenes hasta incluir a padres de familia, solucionar problemas sociales graves
como drogadicción, alcoholismo, conductas suicidas y un largo etcétera. Sin embargo mientras más quiere abarcar más ineficiente
se presenta. Esta es, desde luego, una percepción, porque si echamos una mirada
objetiva y clara sobre el proceso que ha vivido la institución a la que
llamamos escuela, cada vez sus objetivos primarios (proveer de herramientas a
nuestros niños y jóvenes para insertarse, en su vida adulta, en el campo
laboral) ha ido en una espiral en la que por momentos avanza y en otros
retrocede, pero es que, ¡Caramba!, lo cierto es que los proyectos de nación
cambian cada 4, 5 o 6 años, dependiendo del período presidencial que exista en
cada uno y cada vez que entra una nueva administración sus funcionarios creen
poseer la piedra filosofal o la verdad absoluta sobre todo y cada uno de los
ámbitos gubernamentales y hasta sociales.
Los cierto es que cada vez los objetivos institucionales se
vuelven cada vez más contradictorios, analicemos un poco:
La escuela debe servirle al joven para poderse insertar en
el campo laboral. Muchos de nuestros jóvenes reciben una excelente calidad educativa
en el desarrollo de habilidades y llegan a construir sus propias competencias
en el ámbito estrictamente laboral. Sin embargo también se exige que estos
jóvenes posean, por un lado, actitudes positivas, disposición al trabajo, que
sean autogestivos y autocríticos, que tengan disciplina y no se dejen vencer
ante las dificultades (que sean resilientes) pero por otro lado se requiere que
sepan cumplir órdenes, que atiendan a la autoridad y que actúen sin
cuestionamientos. ¿Cómo podemos ser, al mismo tiempo, autogestivos y autocríticos
sin poseer pensamiento crítico? Y el hecho de desarrollar habilidades del
pensamiento como el pensamiento crítico se aplica a todos los ámbitos de la
existencia. Cuando se activa ese “resorte” en un joven o un niño es imposible
limitarlo. No podemos enseñarle a analizar y cuestionar su propia conducta sin
que, necesariamente, aplique esa capacidad en su entorno, en la autoridad
vertical y despótica que pretenden, la mayoría de los empresarios, ejercer en
sus propias compañías. Así pues o tenemos jóvenes que sigan instrucciones al
pie de la letra o que desarrollen su propia creatividad y analicen (obviamente
también cuestionen) su entorno y las contradicciones del mismo, no podemos
tener ambos, y a estos jóvenes, que son muchos de los que logran culminar una
educación superior, se topan con la triste realidad de que lo que aprendieron
en la escuela no es útil para aspirar a una movilidad social real, porque las
empresas o no los contratan o los corren a los pocos meses.
Desde luego que en este punto la escuela ha elegido la
homogenización y adoctrinamiento sobre el desarrollo de pensamiento crítico,
pero aun las empresas, la sociedad y los propios modelos pedagógicos plantean
otras exigencias y requieren el desarrollo de auto motivación ¿Cómo podemos
estar motivados en un empleo que no cumple con nuestras expectativas?
La “culpa” no es solo de la escuela, definitivamente.
En este contexto deberíamos replantearnos no sólo a la
escuela como ente aislado, sino como parte de todo un sistema que ha propiciado
esta realidad. Vivimos en un boom tecnológico en el que nuestras vidas han dado
un giro de 180° y quizá sea el momento de romper una serie de paradigmas y
empezar a plantearnos preguntas realmente disruptivas que nos hagan romper
límites y nos proporcionen espacios de crecimiento, tanto a los educadores como
a los propios estudiantes, porque, seamos francos, las políticas educativas no
contienen un interés real en el crecimiento de nuestros estudiantes ni en el
desarrollo de nuestras competencias docentes y seguir en una lucha frontal contra
la autoridad quizá no sea la ruta más inteligente.
El mundo virtual nos presenta en este momento una
posibilidad viable, tangible (aunque suene un tanto contradictorio). Algunos de
nuestros estudiantes, esos a los que hemos enseñado a desarrollar su
pensamiento crítico, ya empiezan a abrirse camino en este ámbito desconocido
para muchos docentes, y comienzan a plantearnos realidades desafiantes. Si el
trabajo puede ser autogenerado en internet, si las conexiones que nos
proporciona la red parecerían infinitas ¿por qué no empezar a fomentar,
nosotros, como educadores, nuestras propias escuelas virtuales? Sin muros y sin
límites.
Ya existen países que generan importantes ingresos desde la
docencia virtual y los gigantes económicos realizan intentos por explotar este
ámbito sin contar con un componente fundamental, porque pueden tener lo más
innovador en tecnología, pero no tienen lo que nosotros: esa capacidad de
transformar, de construir y crear desde el conocimiento.
¿Por qué no empezar a hablar con seriedad de las
plataformas colaborativas de aprendizaje? Tal vez sería una buena ruta por
explorar ¿no?