¿Qué imagen viene a tu mente cuando piensas en la escuela?
Tal vez pupitres, pizarrones, maestros o
maestras, niños corriendo con uniforme, etc.; bueno, cuando yo cierro los ojos
y pienso en la escuela la primera imagen que viene a mi mente es la de unas inmensas
y sabrosísimas donas que vendía durante los recreos.
Cuando llegué a tercero de primaria en una de
esas escuelas antiquísimas y con gran abolengo, pública si, pero con prestigio,
la imagen de la maestra Raquel me resultó impresionante. Era una mujer inmensa
con cara recia, pelo corto y rizado que nunca esbozaba siquiera una sonrisa;
nunca alzaba la voz pero cuando se enojaba lanzaba una mirada fulminante sobre
el grupo y nadie osaba siquiera respirar, era como si se tratara de la
reencarnación de la medusa. Incapaz de un halago premiaba a los estudiantes
sobresalientes asignándoles tareas extra clase, así que cuando recibías una
comisión (cuidar los pasillos, quedarte a cargo del grupo, ser el encargado del
borrador, etc.), te sentías sumamente honrado, pero el máximo reconocimiento
venía cuando te asignaba la venta de la cooperativa que le correspondía al
salón: una hermosa charola de donas inmensas llenas de azúcar, riquísimas. Tras
varios meses de calificaciones sobresalientes, obediencia casi ciega y millones
de sonrisas prodigadas a la recia docente logré por fin hacerme del premio
mayor. Durante el resto del ciclo escolar me convertí en la vendedora oficial
de donas.
Debo decir que ha sido uno de los cargos que
más me han enorgullecido, logré duplicar las ventas en unos cuantos meses,
hacía tal promoción y el premio era tan jugoso (una dona por cada charola
vendida) que todos los niños juntaban su dinero para poderse hacer de una
sabrosa dona, al grado de atender largas filas y al final del año lectivo tenía
que reservar mis donas antes de la venta porque hubieron ocasiones en que me
quedé sin mi comisión. Llegué a vender dos charolas en lugar de una y me
esforcé cada día para conservar mis altas calificaciones con el único objetivo
de no perder el privilegio.
Era mucho más que sólo vender donas o comerme
dos diarias (a veces el estómago no me daba para tanto y las llevaba a casa
para compartirlas con mi madre), era esa sensación de logro, de estar creciendo
y de tener un don especial para algo, me hacía sentir realmente importante.
Cada mañana me despertaba temprano, antes de que sonara la alarma para no
perderme un solo día de clase. La maestra Raquel nunca fue una “facilitadora”
para construir mis “competencias” comunicativas, creativas o mi inteligencia
emocional o mi capacidad de resiliencia, sin embargo, con su cara dura y su
gesto hosco logró mucho más que muchos profesores que se esfuerzan
constantemente en allanar el camino a sus estudiantes como pide el sistema.
Al paso de los años esa escuela y esos
maestros han dejado de existir, el sistema los ha aniquilado y la escuela se ha
convertido en un amargo y complicado café,
orgánico, descafeinado, saludable… pero sin donas.